Quienes gusten de las ferias populares o se
aproximen a los mercados de pueblos y ciudades
de la Sierra ecuatoriana pueden encontrar
los puestos del champús. Sobre una
mesa cubierta con mantel de color indefinido,
señorean un balde de hierro enlozado
y media docena de vasos de cristal. En el
balde reposa el champús. Una vendedora,
en ocasiones cubierta con delantal blanco
y tocada con cofia blanca, solo en ocasiones
o por exigencia municipal, anuncia el producto.
Este es un puesto e champús.
El
origen de esta mazamorra se remonta al tiempo
del incario, aunque en esa cultura pudo ser
una mezcla cocinada de harina de maíz
aderezada con yaguarmishqui y con algunas
frutas nativas como naraiijilla, chamburo
o babaco. Pudo ser, porque una noticia proveniente
de Lima, recogida por una famosa historiadora
de la cocina, atribuye el champús a
intervención africana, puesto que en
esa ciudad y en el período virreinal
existió una calle con tiendas que ofrecían
champús elaborado por negras esclavas
o libertas. Los africanos adaptaron el maíz
a su cocina. Pero otra noticia trae un sacerdote
cronista de la ciudad de México, en
esa noticia se menciona el champús
como parte de la cocina de los aztecas. Hasta
cuando el origen del champús siga perdido
entre las nubes del pasado, no queda otra
cosa que pensarlo como alimento, en la actualidad,
sincrético.
Con ver qué contiene el champús
y saber cómo se lo hace se llegará
a la idea del sincretismo andino. Ingredientes:
harina de maíz blanco, mote pelado,
raspadura, canela, clavo de olor, ishpingo
(flor de la canela), hoja de naranjo, naranjilla,
babaco... Procedimiento: fermentar la harina
con agua en un pondo curado —tres o
cuatro días es suficiente—; cernir
la preparación anterior y cocinar con
raspadura o miel de caña; añadir
las especias, incluso el ishpingo, jugo de
naranjilla y cascos de naranjilla sin corteza
y sin semillas, babaco picado y hojas de naranjo;
agregar el mote pelado. De lo español
constan la raspadura, el clavo de olor, las
hojas de naranjo. Se sirve frío.
Presumo que las monjas de los claustros, criollas
todas ellas, inventaron el rosero para establecer
la diferencia con el popular champús.
Hoy en día, las dos formas de alimento
para celebrar la fiesta de Corpus se encuentran
en franca declinación. Pero lo que
importa es el sabor y la oportunidad. En cierto
pueblo el champús se convirtió
en apodo, desde la tatarabuela hasta los tataranietos
fueron, sencillamente, los champuseros.