El quimbolito es primo hermano de la humita,
del chigüil, de la arepa de Patate y
del tamal. Es primo segundo del ayampaco,
del bollo de maduro, del maito y de la tonga.
La etimología de su nombre es desconocida.
Sin embargo, su presencia en las cocinas del
Ecuador es inconfundible. Su fama ha superado
los límites y de esta verdad da testimonio
la historiadora de la cocina peruana Rosario
Olivas Waston, en su Historia de la cocina
Virreinal del Perú. Según ella,
es una masa que mezcla maicena y harina de
Castilla, envuelta en hoja de achira y cocinada
al vapor.
Parece ser que en el siglo XIX, la masa se
llamaba “de quimbolito” y con
ella se hacían tortas de horno. Esta
noticia trae un recetario, quizá el
primero que se publicó en el Ecuador,
escrito por Juan Pablo Sanz. En la actualidad
es, sencillamente, un envuelto en hoja de
achira y cocido al vapor.
Como toda hechura humana, su ser en sí
es motivo de divergencias, más todavía
si es una labor que se realiza en un país
agitado por los malos vientos de la inconstitucionalidad.
Para algunos el quimbolito se hace solo con
harina de maíz; otros dicen que deben
mezclarse harina de maíz y de trigo,
para evitar la textura carrasposa que al rato
de comer molesta en el guargüero. Por
fin, hay quienes, embobados por las fotografías
de pasteles y panes que los muestran hinchados
y dorados, piensan que el quimbolito debe
semejar una gorda y amarillenta paloma que
busque salir de entre los pliegues de la hoja
de achira. Con tal propósito, agregan
a la masa mucha cantidad de polvo de hornear
y otras substancias. Se oyó, por ahí,
que el secreto de la hinchazón radica
en el fuerte brazo de una cocinera o cocinero
que, se entiende, supere la energía
de las actuales batidoras. Como fuere, se
encuentra quimbolito de esta laya que es deshonra
de su raza.
Para remediar esta última situación
conviene insertar, en este punto, la receta
de una exigente abuela. Ella decía
que las medidas eran las siguientes: un huevo,
una onza de harina de maíz crudo dos
veces cernida, una onza de mantequilla, una
onza de queso tierno sin sal, unas cuantas
pasas, gotas de vainilla o de algún
licor, una cucharadita de polvo de hornear.
La clara del huevo debía batirse a
punto de nieve para agregar a la masa, minutos
antes de envolverla con la hoja de achira.
La hoja iba muy limpia, con el nervio rebanado
o aplastado con una botella. Este quimbolito
no salía muy alto, pero sí delicioso.
No se abombaba como esos de combate, sino
que era delicado, terso, muy similar a la
caricia de un ángel.
Las ollas tamaleras abreviaron el trabajo
de cocer al vapor. Quien las imaginó
debió ser un goloso caminante de las
rutas del Ecuador, soleadas, arrimadas a los
cholanes, valientes entre los nevados y sin
la molesta presencia de los diputados, porque
ellos viajan en avión.
|