Si
descartamos ese aire de derrota que trae el
dicho “al que nació para tamal
le llueven las hojas”, queda en él
con exactitud la obligada relación
del tamal y su hoja. No cualquier hoja tiene
que ser la de achira. Véanse los domingos
de todo el año en las ferias esas enormes
pailas cubiertas con manteles grises. En ellas
reposan los tamales. Signo del estado comestible
de los bollos es la hoja de achira de color
verde muy oscuro. Parece inútil esta
prueba cuando se piensa que la masa de maíz
se cocinó previamente con agua y manteca.
En la Sierra norte se añade a la masa,
miel de raspadura. La gente utiliza la palabra
“lampreado” para designar ese
sabor. Rellenan los tamales con cuero de cerdo.
El famoso tamal lojano, en cambio, es de masa
de mote, solo lleva sal y su relleno es de
carne guisada de gallina.
En ciertos pueblos de altura los tamales son
parte de la comida de la noche vieja. No los
hacen en casa. Se los busca en lugares que
se abren al público solo en esta fecha.
La gente pone el ojo y por supuesto el paladar
en los tamales preparados por alguna señora
entrada en años y hace la costumbre.
Pero la hoja de achira es insustituible en
la confección de los quimbolitos. También
esta golosina salió de la casa a la
calle. Al margen de las carreteras que salen
de Quito con dirección a todas partes
se ven puestos ambulantes, automóviles
y camionetas convertidos en negocios esporádicos
de quimbolitos. Los anuncian con grandes letreros
enigmáticos para los extranjeros, los
que en la primera oportunidad preguntan qué
son los quimbolitos. La fórmula de
esta golosina partió de la onza: onza
de harina de maíz calentado, cernida
en fino cedazo; onza de azúcar, onza
de mantequilla, onza de queso sin sal, un
huevo por onza, pasas y esencia de vainilla.
Estos deliciosos quimbolitos no se levantan
tanto como aquellos que se venden y son muy
esponjados porque les echan polvo de hornear;
los hacen muy grandes y su masa se torna carrasposa…
En Patate, provincia de Tungurahua, se elaboran
arepas de harina de maíz, batida con
miel y huevos. La masa se envuelve con hoja
de achira y se hornea. La gente que por allí
pasa no deja de probar estas arepas. Los niños,
acostumbrados a los cereales de colores, no
las aprecian. Menos mal que esos niños,
poco a poco, irán distinguiendo sabores
y texturas, es decir, se irán convirtiendo
en adultos diestros en probar sabores, aunque
poco certeros en aquello de elegir presidente.
La achira que nos brinda sus hojas es una
planta de la familia de las cannáceas.
Se sabe que los habitantes nativos consumían
sus raíces cocidas. Hasta no hace poco
en las ferias de Pelileo, Quero, Cevallos,
Tisaleo, Mocha, Píllaro, se encontraban
grandes canastas con achiras cocidas administradas
por vendedoras campesinas. Otra cosa es la
fécula de achira. Ochenta años
atrás servía para almidonar
camisas de hombre, sábanas y manteles.
Cuando sobraba la fécula se preparaba
con ella “sagú”, esta palabra
vino de Malasia vía Acapulco. Sagú
no era más que una colada de almidón
de achira con leche adecuada para niños
enfermos, jóvenes anoréxicas
y personas que han sobrepasado los ochenta
años de edad.
Con almidón de achira se hacen los
bizcochuelos de San Pedro de la Bendita en
la provincia de Loja. Con hojas de achira
se hicieron las tabletas de chocolate en Huachi,
parroquia de Ambato. En hojas de achira se
vende el mote y la fritada, pues sí,
es impensable comprar fritada en cajas de
cartón, o de espuma flex, o de algo
que resultare pernicioso para la salud.
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