No
se encuentra este potaje en los recetarios
que se publicaron antes de 1907. Por el nombre
puede deducirse que se originó entre
los pastores andinos de ovejas. Del tiempo
prehispánico se han encontrado restos
de llamas jóvenes en Rumicucho, de
donde es posible pensar que además
de la carne pudo comerse tripas y sangre.
Mas se trata de una simple deducción.
En cambio, las ovejas tienen una larga historia
de haber servido para la gastronomía
de pueblos asiáticos, del norte de
África y de Europa, en diversas formas,
que van desde el asado hasta los potajes.
Las ovejas llegaron a los Andes en el siglo
XVI. Especialmente, en el siglo XVII y en
la Audiencia de Quito, los rebaños
eran enormes. Su lana abastecía a los
obrajes de adinerados criollos y, aunque para
estos los obrajes fueron su Potosí,
para los indios, en cambio, se constituyeron
en centros de explotación y crueles
prácticas. El pastoreo fue un doloroso
trabajo, puesto que el amo descontaba del
salario toda oveja perdida o muerta. Por si
fuera poco, cualquier lego limosnero de algún
convento de Quito -como consta en una tinta
de Agustín Guerrero, de comienzos del
siglo XIX- echaba su manteo sobre las ovejas
y se llevaba todas las que quedaban debajo.
En el Manual o tratado práctico de
cocina para el Ecuador según las producciones
y comodidades del país, del año
1897 y cuyo autor fue Adolfo Géhin,
se encuentran recetas de menudos de res y
cordero siempre al estilo europeo, pero ninguna
que se relacione con el yahuarlocro. Cosa
igual ocurre en un recetario de 1907, este
ya con recetas que demuestran la coquinaria
ecuatoriana tal como hoy se la conoce. En
los dos recetarios aparecen los términos
quichuas y hasta palabras de otras lenguas
americanas, como ají y achiote. La
ausencia del yahuarlocro en estos recetarios
revelaría que el potaje era de consumo
campesino. Debió ofrecérselo
en los puestos de comida de las ferias. También
pudo haber sido plato importante en las casas
de los hacendados que conservaron sus propiedades
después de la revolución de
Alfaro.
Hoy en día es un potaje serrano de
consumo general, aunque no aparezca en las
cartas de los grandes hoteles. Pues bien,
la clave del éxito se encuentra en
el modo de limpiar las tripas. Se las debe
lavar por dentro y por fuera en agua que corre;
luego de frotarlas con troncos de col se las
deja en reposo con hierbabuena, hoja con la
que también se las frota. Una hora
después se procede a cocerlas con agua.
Se agregan los aliños: ajo, sal, pimienta,
comino. Se añade cebolla picada y papas
mondadas y troceadas. Es conveniente agregar
una buena cantidad de orégano. La sangre
se fríe en aceite y se la sazona con
cebolla finamente picada y sal.
A la hora de la mesa, se sirve el locro en
un plato y la sangre en otro, pequeño.
Esta sangre lleva una rodaja de tomate, cebollas
encurtidas y un tajadita de aguacate. El comensal
combina la sangre y el locro a su gusto, tanto
como lo hace con el ají.
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