Menos mal que todavía estamos en la
etapa de transición, es decir, del
tránsito de la vida agraria a la vida
urbana. Esta situación ha impuesto
algunas prácticas consideradas tradicionales
en ámbitos urbanos. A saber: centros
culturales, salones de la Cancillería,
salas de ministerios y universidades, refectorios
de conventos y monasterios, museos, cines,
etc. Pero las prácticas aludidas solo
tienen que ver con bocaditos y alguna bebida.
Es frecuente encontrarse con diminutas humitas,
mínimos tamales, empanaditas de morocho,
pedacitos de fritada, tortillitas de maíz,
empanaditas de viento. Por cierto, y por aquello
de la globalización, no dejan de introducir
sushi, mousse de salmón o de albahaca,
piernas de pollo brosterizadas y otras cosas,
de modo que el resultado es impresionante
y sólo comparable con el de los convites
de los últimos años del Imperio
Romano.
Mas ocurre que las estrellas de estos ofrecimientos
son uvillas bañadas con chocolate.
Caprichosa combinación de dos productos
nativos. Todos sabemos que el chocolate era
una bebida que los aztecas servían
en vasos de oro y plata, como dice Bernal
Díaz del Castillo. Según el
cronista y por averiguaciones que hizo, bebían
el chocolate amargo por sus propiedades afrodisíacas.
Esta fama acompañó al chocolate
por las tierras de Europa y nunca fue considerada
asunto despreciable.
Los europeos añadieron al chocolate
azúcar y vainilla, esencia esta última
de raro y delicioso sabor. Más tarde
aparecieron los bombones y hoy en día
se dice que el chocolate evita los males del
corazón. Las uvillas se dan en climas
templados, entre 1.800 y 2.000 metros. En
la actualidad se las exporta y tal vez por
esta razón han adquirido prestigio
en los ámbitos mencionados. Absolutamente
esféricas, muy brillantes y del color
del oro viejo, las uvillas se hunden en la
oscura misa que se mantiene suelta en baño
de maría.
Pero no se crea que las uvillas fueron ignoradas
en otros tiempos. Se conserva una receta de
Dolores Gangotena, escrita en la década
de 1880, que es el conejo con uvillas. Iniciativa
deliciosa y a tono con el sistema hacendario
de la Sierra que todavía se mantenía
con cierto decoro. Iba muy bien el conejo
despresado, macerado en vinagre y luego cocido
con tomates y cebollas al que se añadían
las uvillas. El potaje se matizaba con el
ligero sabor dulzón y algo agrio de
las uvillas. En los cien años siguientes
las uvillas fueron silvestres, como siempre
lo fueron. Crecían en cualquier lugar
del huerto, al borde de los maizales, entre
los surcos. Alguien habló de la humildad
de las uvillas. De feria en feria se las encontraba
a la venta en pequeños canastos de
carrizo o en canastas de totora. A la mesa
iban sencillamente lavadas, y no como postre,
sino como pasatiempo. Nunca se les atribuyó
propiedades purgativas ni se dijo que fueran
buenas para quitar el espanto a los niños.
Su humildad fue tanta que hasta sirvieron
para insistir en el prejuicio racial que,
en su caso, ya no fue soterrado. A tanto llegó
su humildad, pero también su radical
pertenencia a la tierra, que la gente decía:
las uvillas nacen donde orina un indio.
En las recepciones, cuando las uvillas con
chocolate pasan, hay como un deslumbramiento.
Dejan de hablar los invitados y prefieren
saborearlas. ¿Qué es esto?,
se preguntan, y vuelven a consumirlas. Nadie
hablaría mal del Gobierno si en todos
los lugares se ofrecieran uvillas bañadas
en chocolate.
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