N° 20 - noviembre de 2002
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Por Julio Pazos B.
Ilustración: Pancho Cordovez

La carcelera


En las ciudades serranas del Ecuador, a partir de las once de la mañana, las vendedoras de mote y tostado comienzan sus largos recorridos por aceras, plazas y mercados. Se sitúan delante de las oficinas del registro civil, del seguro social, escuelas y colegios, oficinas para las inscripciones militares, iglesias, estadios, y toda suerte de lugares públicos. Muchas de estas vendedoras son jóvenes mujeres indias que han suprimido parcialmente sus indumentarias tradicionales, pero que no se han desprendido de sus collares de mullos dorados, de sus pulseras de mullos rojos y de sus cintas verdes.

En canastos de carrizo, forrados con papel de empaque, transportan su mercancía. Se dan modos para que parezcan canastos rebosantes, aunque es solo una ilusión. En otro canasto, de menor tamaño, llevan bolsitas de plástico para el expendio, un frasco con ají y otro con sal.

El mote puede ser de dos clases: pelado y en estado de choclo. El maíz tostado es siempre el de manteca, aliñado con cebolla, ajo y sal. Muy blando debido al secreto procedimiento de elaboración. Se dice que este maíz debe ir ligeramente húmedo a la paila y que se lo dora lentamente. La variedad denominada chulpi es la preferida por los consumidores.

Algunas vendedoras extienden su negocio a las papas criollas con cáscara y al chicharrón menudo. Otras añaden alverjas cocinadas, zanahoria amarilla cocida y picada. Si al conjunto agregan picadura de perejil con cebolla blanca, entonces se dice que son vendedoras de “cosas finas”.

Los consumidores, gente sencilla y hasta de corbata, no se avergüenzan de comer en la calle. No faltaba más. En lejanos países también se come en la calle, desde pipas de girasol, almendras garrapiñadas, hasta perros calientes. Pues sí, la competencia de las vendedoras de mote con tostado es el carrito del perro caliente y la indefinible hamburguesa.
Pero el azote de las vendedoras es la comisaría municipal. Para el comisario y sus prolongaciones, los policías municipales, estas vendedoras son los fantasmas de sus sueños. Es una guerra. Aunque ellas se ocultan oportunamente ellos las cazan. Aparece el camión denominado “carcelera”, saltan de él los uniformados y confiscan los canastos. Se producen los reclamos, surge la fuerza bruta. Consumidores hay que solidarios con las vendedoras denuncian la presencia de la “carcelera”; ellas, entonces entran a los zaguanes y esperan que pase la amenaza. Mas, cuando todo ocurre de pronto, los consumidores apoyan a las vendedoras y lanzan improperios contra los policías municipales. Dicen cosas como estas: “Si yo vi al comisario comiendo ‘cosas finas’ en el estadio del Pobre Diablo”,“Infames”, “Como ellos ganan sueldo”, “Infelices”. Los funcionarios no responden, recogen los canastos y en ocasiones apresan a sus dueñas. ¿Adónde va la “carcelera”? Se dice que a unos oscuros recintos, a unas frías dependencias, al laberinto de unas colmadas oficinas intemporales.



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