Salían muy temprano, cuando el cielo lucía un azul similar al color del zafiro; llevaban en sus morrales naranjas y guineos para obsequiar a los indígenas que cuidaban sus cebadales y sus trigales. Los caminos de herradura se convertían en senderos, en lo más alto del cerro Pilisurco. El rosicler dejaba ver las anchas hojas de los pencos azules y de los chahuarqueros con sus penachos de flores. De pronto, los rayos solares se abrían desde el oriente e iluminaban las cubiertas de paja de algunas chozas. Allí comenzaban los dorados sembríos de cebada.
Llevaban los cazadores sus escopetas y unas fundas pequeñas de lienzo con los perdigones, que eran unas diminutas bolas de plomo. No era fácil cazarlas, puesto que se debía tener una excelente puntería y poseer una gran cantidad de paciencia. Se ensartaban, cuando más, seis tucurpillas, y cuando mucho, doce. Se desconoce cómo las cazaban los habitantes prehispánicos y no se sabe cómo las preparaban; los cronistas españoles y, en nuestro caso, Pedro Cieza de León, las mencionan, con el nombre de tórtolas, pocos años después de la fundación española de Quito. El nombre de tucurpilla viene del quichua tuga, tórtola, y el sufijo illa, es decir, tórtola pequeña.
Caída la tarde, retornaban los cazadores. Miraban el magnífico espectáculo del Carihuayrazo, Chimborazo y Tungurahua y, algo más distante, la singular montaña Altar, en quichua, Capacurco; miraban el cerco de montes de la cordillera con el Cerro Hermoso descubierto, rara presencia del macizo de los Llanganates. El atardecer se tornaba una gran sombra que cubría los barrios de la ciudad. Nerviosas luces, luminarias del alumbrado público que, poco a poco, convertía a la ciudad en una calada mantilla que se estiraba hasta alcanzar la hondonada del discreto río que corría entre sauces llorones y álamos.
Los cazadores entraban a su casa con la sarta de tucurpillas —tiucas, también les denominaba la gente. Las mujeres, con sana curiosidad, inquirían sobre posibles contratiempos. Movían las cabezas porque les parecía que ir de caza era perder el tiempo. Ante el alboroto, los varones miraban algún punto en la pared y pensaban que el asunto no tenía remedio.
Al siguiente día, muy temprano, las mujeres desplumaban las pequeñas aves y les extraían las vísceras; iban a la olla acompañadas con zanahorias mondadas y picadas, sal, cebollas picadas y ajos machacados. Todo se cocinaba a fuego lento. Se comía a las doce del día. Las pequeñas aves se deshacían en la boca, sobraban los huesecillos y, si mal no recuerdo, las mínimas cabezas se trituraban con los dientes. Parece que ahora nadie caza tucurpillas, pero me pregunto si todavía en los márgenes de esa ciudad que crece de forma incontrolable, existen cazadores familiares que sueñan con esas aves en los cebadales del Pilisurco.